Batir de alas, corretear de pies descalzos, polvo de lluvia sobre los cerezos, silencio de niños fotografiados. Cae la tarde, resbala sobre los tejados perezosa y mojada, lánguida y azul.
El ladrido de un perro, el motor de un coche que se pone en marcha, un leve piar de pájaros lejanos que vuelan indecisos bajo el agua casi imaginaria, todo se integra en el silencio dulce y ligero del atardecer, que llega de puntillas entre nubes de tormenta y una suave brisa que limpia el aire y mece la lluvia, dejando las minúsculas gotitas suspendidas en medio de un suspiro del cielo, posándose en lugar de caer.
Se ha quedado dormido en un recodo del patio, sentado en una tumbona vieja.
Sueña lagunas de mercurio que danzan envolviéndole los pies.
Los críos pasan otra vez, riéndose y gritando. Pero este sonido también forma parte del silencio amplio y magnánimo que lo cubre todo.
Un niño de papel flota sobre el fluido plateado y cambiante, avanzando en diagonal hacia un horizonte de cristales amarillos que cabecea como un cascarón de nuez en una tormenta.
- Javi
El niño se estremece, es de papel cuadriculado, no tiene ojos, ni boca, ni orejas, sólo unas largas piernas recortadas que no le sirven para andar sobre el estanque enloquecido de mercurio.
- Javi, son las cuatro.
La voz es tan seca, tan vacía, que al oírla piensa que si sonara al borde de un precipicio inmenso, ni siquiera se oíria el eco. Pero se despierta.
- Voy la voz de él es un eco en sí misma, llena de resonancias agridulces,
pastosa por el aguardiente que se tomó ayer. Oscura como la noche instalada en ese ser del cual apenas brota.
Ella se ha ido, en cuanto le ha intuido despierto, sin esperar respuesta. Ha dado su mensaje. Misión cumplida.
Javi sacude la cabeza y le parece notar en su interior ruido de arena, arena caliente y menuda que sisea de una oreja a la otra mensajes que no puede adivinar.
Sin duda ella le toma por loco y por idiota, pero de momento le respeta, porque le paga el alquiler, y alguna vez le cuida a los niños cuando tiene que salir por la noche.
En otro tiempo él hubiera intentado ahondar en aquella aparente frialdad, hubiera buscado una intimidad espiritual, puede que incluso física, aunque ella no le atraía. Quizás no le atraía porque era tan lejana, de él, de sí misma, incluso de los dos pequeños que la cubrían de besos cuando volvía del trabajo, a los que ella respondía con una palmadita cariñosa, en tanto que se metía en la cocina para hacerles la cena, y con la misma eficiente frialdad le decía a Marita, la canguro, que podía irse a casa.
Pero él estaba allí persiguiendo un delirio, y una mujer que parecía la quintaesencia del espíritu práctico no se le antojaba lo más apropiado para compartirlo, ni siquiera como con una buena amiga.
La casa estaba bien, era soleada, limpia, disponía de un espacio amplio y acogedor por un precio razonable, nadie se metía en su vida, y estaba cerca del objetivo.
Le dijo que buscaba casas abandonadas, que era un aficionado a las rutas de montaña y quería reconstruir un antiguo mapa del valle, y añadirle fotografías, hacer como una reconstrucción de lo que aquello había sido hacía mucho tiempo, cuando aún había campanas en la iglesia y muertos en el cementerio.
Ella no le creyó. A veces ocurre, cuando la verdad es tan sencilla. La gente no te cree.
Pero no le dijo nada. Se limitó a coger su dinero y hacerle una breve exposición de las normas de la casa. Tampoco le explicó porque había puesto un anuncio para alquilar la habitación. No parecía necesitarlo. Pero si ella no preguntaba él tampoco lo haría.
Buscó sus herramientas. Todo estaba en orden, tijeras de podar de diversos tamaños, una azada mediana, un pico, un rastrillo pequeño. Guantes para apartar las espinas de las matas que iba desbrozando en su reconstrucción de un camino que llevaba más de cien años sin serlo, hacia la casa que parecía haberse metamorfoseado en zarza.
Metió lo que pudo en la mochila, y lo que no pudo lo colgó de ella.
- Adiós le dijo al vacío. Ella no estaba, y los niños andarían pegados a sus faldas, mendigando con sus caritas sucias un poco de cariño materno, como si su madre pudiera subirse a la escalerita de la cocina y sacar eso de un armario, igual que si se tratara de galletas. Nunca lo recibían, pero seguían insistiendo con el mismo entusiasmo de dos cachorros ciegos que no saben que lo son.
Se puso los auriculares, y conectó el discman. Adiós Nonino, de Astor Piazzola, le iba como un guante a la tarde vestida de dama antigua que se escondía entre los árboles para que la luna no la encontrara, para robarle tiempo al tango y seguir bailando un rato más entre las sombras cada vez más oscuras. Se le ensanchó el alma. El aire era tibio y le hacía promesas tentadoras de espacio ilimitado para recorrerlo en pos de los árboles y las rocas, marcas de caminos aún por descubrir. Eran las promesas del mercurio movedizo en medio de un paisaje de primavera que latía despacito, durmiéndose, y cuanto más languidecía la hora, más se despertaba Javier, los ojos brillantes y la frente alta, en dirección a la casa que había perdido una batalla eterna con las plantas.
(continuará...)
Imagen: Kolja Tatic
12:04 a.m. Escuchando: Yann Tiersen (L'Absente)